8.12.2015

La paz sonora

HAY UN TIPO DE VIOLENCIA QUE continuará en Colombia aunque haya un acuerdo final en La Habana.

Por: Weildler Guerra Curvelo
Es aquella que se genera a través del sonido y que es conocida entre los especialistas como violencia acústica. Ella se encuentra en el ensordecedor ruido del tráfico en nuestras calles, la publicidad estentórea de locales comerciales, el proselitismo político y religioso, y el ruido disfrazado de música que en conjunto crean un ambiente urbano empobrecido por la contaminación sonora. Lo peor del caso es que muchas autoridades locales pueden no identificarla como problema y consideran que la violencia acústica es la expresión natural e inevitable de la alegría en las culturas locales. Sin embargo, la agresión sonora ni es natural, ni es inevitable, ni tiene fundamento asociarla como emblema de una cultura regional.
La violencia acústica afecta directamente el bienestar y la salud de toda una comunidad, ya se trate de una cuadra, una calle, un conjunto cerrado, un barrio o toda una ciudad. ¿Quién no ha tenido un vecino ruidoso que quiere hacernos partícipes contra nuestra voluntad de su nueva condición económica y de sus exultantes e intempestivos estados de ánimo? Él ejerce su poder apoyado en la tecnología, que le proporciona potentes y costosos equipos electrónicos. A este tipo de ciudadano le tiene sin cuidado la célebre frase de Benito Juárez: “el respeto al derecho ajeno es la paz”. Su sentimiento de dominio sólo es comparable con el del macho alfa en una manada de lobos que somete a su grupo a través de un aullido sobrecogedor.
Esta  alarmante situación parece entronizarse en aquellas ciudades colombianas en las que la actividad turística adquiere cada vez mayor importancia. Generar atracciones para un tipo de viajero respetuoso interesado en el patrimonio cultural y en el contacto intercultural parece ser una aspiración de diversos sectores sociales.  Nuestras playas, sin embargo, están llenas de ensordecedores “picós” que dificultan al residente y al visitante disfrutar del silencio y de los sonidos naturales del mar. La idea de que existen personas que desean gozar de un ocio “tranquilo” es inimaginable para los dueños de los lugares de diversión, a quienes se les ha cedido con generosa indolencia gran parte de un espacio que antes fue considerado público.
Un argumento que suele esgrimirse es que la violencia acústica forma parte de la identidad cultural del Caribe. Ello es una gran falacia. Basta con visitar las ordenadas actividades turísticas en las islas más prosperas del Caribe para ver que ni sus ciudadanos, ni sus autoridades son tolerantes con estos desmanes que afectarían gravemente su principal actividad económica. Como ya lo sabían los antiguos griegos la violencia acústica congrega,  en distintas sociedades, a un tipo de personas para las que el deleite de una buena conversación no es su principal interés.
El camino a seguir incluye reglamentaciones más efectivas, información al público y educación dirigida a formar ciudadanos para la convivencia respetuosa. Ciudadanos conscientes de que el ruido, como las sustancias químicas, los residuos y las radiaciones, forma parte de los agentes contaminantes y es, además, un perturbador de la armonía social.
wilderguerra©gmail.com

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