Preocupa que, dado el modelo de diálogo adoptado, paralelamente a la evacuación de los puntos de la agenda ha surgido un pulso siniestro para ganar firmeza en las negociaciones, que parece cimentarse en el aumento de la sangría del otro. Grupos como el Eln parecen querer magnificar sus menguadas fuerzas con la ferocidad de sus atentados y emboscadas. Cuán importante sería que las partes en conflicto comenzaran por reconocer la humanidad y la colombianidad del otro.
Contaba el antropólogo inglés Max Gluckman que los jueces africanos adoptaban para el manejo de las disputas tribales el principio del hombre razonable. Según ellos, en las querellas humanas no existe una parte que tenga toda la razón. Una de las partes podría tener mayor razón que otra, pero nadie estaba desprovisto de algo de razón en sus demandas y no se le podía negar una proporción correspondiente de justicia. El conflicto, aunque doloroso, dicen los wayuu, está inscrito en la vida de los seres vivos y no es exclusivo de los humanos, pues ser feroz como la serpiente no nos libra de este, ni ser mansos como los pájaros ni pequeños como las hormigas evitará que otro ser vivo nos ataque. Mas la capacidad de resolverlos mediante la palabra y los discursos persuasivos sí les es accesible a los humanos.
Los mediadores indígenas podrían explicarles a los negociadores de La Habana que toda negociación en busca de la paz debe ir acompañada de la solemnidad verbal y extraverbal. Esta solemnidad empieza por guardar distancia social de sí mismo y eliminar el código de comunicación previo basado en ofensas y vituperios por un lenguaje sincero de compromiso y de paz. La solemnidad también conlleva la sensación compartida de actuar por fuera de la cotidianidad en la que las partes dejan atrás la mezquindad de las transacciones rutinarias y concurren en un momento único ante el auditorio de la memoria y de la historia y, en consecuencia, sus gestos y acciones deben estar orientados hacia lo grande y lo sublime.
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